El malo de la película

 


Estamos acostumbrados a que en la ficción haya personajes buenos y malos, héroes y villanos, que se enfrentan constantemente, y en los que la mayoría de las veces los primeros resultan vencedores.  Aunque últimamente se están rompiendo estos moldes, como en la serie de novelas de George R.R. Martin, “Canción de hielo y fuego”, adaptada a la televisión por HBO con el nombre de “Game of thrones” (Juego de tronos), donde ningún personaje es completamente bueno o malo, lo normal es que nuestro esquema mental intente identificar a los personajes que hacen bien las cosas y a los que lo hacen mal.

Al haber sido educados con este esquema en nuestra cabeza, intentamos trasladarlo a nuestra vida cotidiana.  Así, en cada hecho que acontece, intentamos identificar al “bueno” y al “malo”.  Desafortunadamente, la vida real se parece más a la creación literaria de Martin, en el que no existen héroes y villanos, y donde todas las acciones tienen sus diferentes matices y puntos de vista que hacen muy complicado saber a quién hay que colocar estas etiquetas.

Así, parece que el marketing y la publicidad tienen colgado el cartel de “malos de la película”: los vemos como un monstruo que intenta manipular nuestra forma de pensar y de actuar, con el afán de que salgamos a comprar impulsivamente cualquier cosa que se publicite en un medio de comunicación.  Nos imaginamos a los creadores de esta maquinaria, que nos ataca por todos los frentes posibles y nos manejan como títeres, sentados en un sillón de cuero negro, ríen a carcajadas y acarician un gato acostado en su regazo.

Desafortunadamente, los publicistas y en general la gente que se dedica al marketing seguimos arrastrando la mala fama de la época en la que los vendedores ambulantes iban de pueblo en pueblo vendiendo fórmulas mágicas para hacer crecer el pelo y otras estafas similares.  Esto ha cambiado: ahora somos conscientes de que se puede engañar una vez a un cliente, pero no dos.  Además, la irrupción de Internet en nuestras vidas hace que el boca a boca tenga mucha más relevancia, por lo que, si queremos conseguir una relación a largo plazo entre nuestros productos o servicios y nuestros clientes, tenemos que intentar ofrecer la mayor calidad que esté a nuestro alcance.

Respecto al papel que juega la publicidad en nuestras vidas, aunque nuestra reacción inicial sea de rechazo, habría que pensar durante unos segundos: ¿cómo sería nuestra vida sin publicidad? Sé que la primera reacción que tendrán mis lectores es de felicidad, ya que nadie interrumpiría sus programas de TV favoritos ni su navegación en Internet.  Pero ¿cómo se podrían informar de un producto nuevo? ¿cómo sabrían que una marca está vendiendo más barato un producto que suelen comprar habitualmente? ¿estarían dispuestos a pagar por acceder a esos contenidos de ocio e información que, gracias a la publicidad, ahora son gratuitos?

Desde la trinchera de los publicistas quiero lanzar un mensaje: no somos tan inocentes, sabemos que cuando lanzamos una campaña no va a salir la gente en masa a comprar lo que estamos comunicando.  Sabemos que la gente está cansada de recibir miles de impactos publicitarios diariamente.  Sabemos que la mayoría de las marcas son irrelevantes para la gente.  Pero también somos conscientes de que la campaña en la que estamos trabajando puede ser de gran ayuda para alguien: tal vez estás pensando comprar un coche y no sabes cuál elegir, o acabas de ser padre y los pañales que estás usando irritan a tu bebé.

Nuestro trabajo es hacer llegar el mensaje correcto a las personas adecuadas en el momento preciso.  Y para eso hay mucha gente pensando cómo hacerlo, analizando información, realizando encuestas, diseñando imágenes, escribiendo historias, construyendo las frases perfectas.  Detrás de cada campaña publicitaria, detrás de cada acción de marketing, hay mucha gente que ha dedicado tiempo y esfuerzo para conseguir un objetivo.  No niego que algunas veces hay malas praxis, como en todas las profesiones, pero no somos los poseedores absolutos de todas las esencias del mal.

Además, al menos en mi caso, no tengo gato.

El valor de lo gratuito

  

            “El conocimiento es poder”.  Esta frase, que hemos escuchado y leído cientos de veces, se atribuye a Francis Bacon, aunque no se encuentra en ninguno de sus escritos.  Donde sí se encuentra es en “Leviatán”, de Tomas Hobbes, el cual trabajó brevemente con Bacon, allá por 1629.  En caso de que la frase fuera original del primero, estamos hablando del padre del método científico, por lo que es lógico que hablara de la importancia que tenía el conocimiento.  Pero en el caso que la frase fuera original de Hobbes, nos estamos refiriendo al autor de “Leviatán”, una obra donde explica y justifica la existencia de los Estados absolutistas, entre otras cosas.  Casi 400 años después, estas palabras cobran cada vez más relevancia, aunque a diferencia de ambos autores, en contextos totalmente diferentes.

            Aunque parece que una campaña publicitaria tiene que estar basada en la creatividad y ocurrencia del creativo al frente, nada más lejos de la realidad.  Cada paso que se da en la creación publicitaria lleva detrás una justificación; así, el resultado final debe de conectar con el público al que se dirige la comunicación.  Y para eso, hay que conocerlo.  Antes de la masificación de Internet, esta era tal vez la parte más complicada del proceso, ya que, aunque existen herramientas para obtener la información necesaria acerca de los consumidores, la mayoría se basan en encuestas, con lo que se requiere un esfuerzo económico, desarrollar una metodología adecuada, analizar los resultados y a partir de ahí plantear la estrategia publicitaria correcta.

            Pero como he dicho, esto era antes de la masificación de Internet.  A raíz de la digitalización de la población, poco a poco las marcas se dieron cuenta de la importancia que tenía la información proporcionada por sus clientes para mejorar sus relaciones (Customer Relationship Management) y agregar un paso más al proceso de compra convencional.  La interacción que proporcionaba el incipiente medio hizo que las marcas cuidaran mucho más tanto de sus productos o servicios como de la forma de comunicarse en canales nuevos, diferentes de los convencionales, buscando generar una relación a largo plazo con sus clientes.

            Si la llegada de Internet fue una revolución, mucho más impacto tuvo la aparición de las redes sociales.  No sólo eran un canal de comunicación con códigos diferentes y mayor interacción con posibles clientes; también suponían y siguen suponiendo una fuente de información casi inagotable.  Así, las marcas comenzaron a explorar nuevas formas de segmentación, complementando las variables sociodemográficas con otras variables menos objetivas, como el estilo de vida, preferencias, ideología, etc.  A su vez, las redes sociales concretaron su modelo de negocio para poder subsistir: por un lado, ofrecer a los usuarios acceso gratuito, a cambio de recibir publicidad durante el tiempo que pases dentro de la plataforma, y por otro, monetizar los datos generados a través de espacios publicitarios, con la ventaja de lanzar un mensaje ad hoc para cada tipo de usuario.

             Las redes sociales se masificaron a tal velocidad, que los gobiernos apenas han tenido tiempo de reaccionar. El vacío legal en el uso de las redes ha creado importantes controversias y continuos debates, que han llevado a los gobiernos a regular el tratamiento de los datos a través de las leyes de protección de estos, para que los usuarios estén legalmente protegidos, sobre todo en cuanto a su información más sensibles.  Además, todo uso de los datos personales ha de ser notificado al dueño de ellos y aceptado expresamente.  Esto se puede comprobar al darse de alta en cualquier red social o descargar cualquier aplicación, en la cual debemos dar nuestro consentimiento expreso al uso de nuestros datos para los propósitos que se detallen en dicho texto.  Sin embargo, la realidad es que para la actividad publicitaria los datos muy personales son prácticamente irrelevantes: no es necesario saber nombres y apellidos, por ejemplo, para impactar publicitariamente a perfiles similares a los que consumen cierto producto.  Esto es posible gracias a la prospección basada en la navegación de los usuarios. Y como este, hay miles de ejemplos de uso de los datos para generar impactos publicitarios eficaces.

            No podemos evitar que siempre que se habla de información se genere un poco de miedo o desconfianza, puesto que la publicidad y la comunicación cada vez tiende más a la personalización de la experiencia del usuario.  Recordemos aquella escena de la película futurista “Minority report”, en la que el protagonista llega a un centro comercial y los robots de los establecimientos leen su retina para identificarlo y ofrecerle productos similares a su última compra.  Esta escena, que en su momento parecía totalmente inverosímil, cada vez más se vuelve una realidad, ya que la inteligencia artificial actualmente puede leer una parte de nuestro cuerpo, como ocurre en la película: el teléfono móvil (celular) se convierte, sin que seamos conscientes, en un "apéndice" de nuestro cuerpo. Así, nuestro teléfono hace el papel de la retina del protagonista.

            En un mundo hiperconectado es muy difícil no proporcionar información a los diferentes algoritmos de las plataformas que utilizamos diariamente.  Tal vez, llegados a este punto, habría que retomar el “Leviatán” de Hobbes, sobre todo cuando habla de un nuevo contrato social entre los hombres, diferente al de Rousseau, en el cual renuncian a la libertad en favor de un Estado absolutista para mantener la paz.  Quizá este nuevo contrato social tenga que girar en torno a renunciar a la privacidad absoluta a cambio de obtener herramientas que hagan nuestra vida cotidiana más fácil.

La clave del éxito