¿Cuántas veces hemos escuchado la frase “El cliente siempre tiene la razón”? ¿En algún momento nos hemos cuestionado si esa frase es verdad? Sé que el simple hecho de plantearlo parece una afrenta a todos los tratados de marketing y atención al cliente, pero creo que el hecho de tomarlo como una verdad absoluta ha resultado contraproducente, creando en muchos casos clientes tiranos, déspotas, completamente carentes de empatía. ¿Estoy siendo demasiado duro? Echemos un vistazo a las variaciones en otros idiomas a esta misma frase. En francés: “le cliente n’un jamais tort” (el cliente nunca se equivoca); en alemán: “der Kunde ist König” (el cliente es rey) y en japonés: “okyakusama wa kamisama desu” (el cliente es un dios).
Tampoco estaría mal mirar un poco el origen de estas frases, para poder ponerlas en contexto y entender su utilidad. Para ello, nos tenemos que remitir a 1876, año en el que Harry Gordon Selfridge, comienza a trabajar en la tienda Field, Leiter & Company de Chicago. Durante los 25 años que trabajó Selfridge para la compañía, popularizó esta y otras frases típicas como “Solo quedan_____ días de compras antes de Navidad”. Como vemos, no es una idea revolucionaria.
Lo que se buscaba en ese entonces con esta frase era motivar a los empleados que trabajaban de cara al público para que dieran prioridad a buscar la satisfacción total del cliente. En esa época, como sigue sucediendo en la actualidad, muchos clientes se sentían engañados por las empresas, principalmente cuando realizaban una queja. La revolución que significó poner al cliente por delante de la empresa fue, en su época, completamente novedoso, y pronto muchas otras tiendas comenzaron a copiar la filosofía de Field, Leiter & Company. De hecho, es tan revolucionario, que hasta la fecha muchas empresas lo toman como piedra angular de sus departamentos de atención al cliente.
Sin embargo, si tomamos este axioma como verdad universal, perdemos de vista que las empresas realizan una transacción con sus consumidores, en la que reciben un producto o servicio a cambio de una cantidad monetaria. Parece una definición sencilla, pero al ponerla en práctica debemos ser muy conscientes de que la transacción llega hasta un límite, el cual no puede sobrepasar ninguna de las dos partes. Si compras una raqueta de tenis, lo normal es que recibas una raqueta de tenis, no la Copa Davis junto con tu raqueta. Sé que el ejemplo suena estrambótico, pero algunos clientes suelen pedir mucho más de lo que están adquiriendo, simplemente porque creen que deben tener la razón siempre.
Para las empresas también es peligroso ceder siempre ante las exigencias de los clientes, ya que, si no se ponen límites claros y concretos, se puede terminar cediendo una serie de productos o servicios que, a la larga, resulten una pérdida de tiempo, recursos o ingresos. El sector servicios suele ser el que tenga mayores reticencias a establecer esas fronteras que no deberían ser atravesadas por las exigencias de los clientes, al ser bienes intangibles los que entran en la transacción.
Pero establecer un límite no significa ser descortés. Aquí es donde entra en juego el uso de las relaciones públicas. Tenemos que ser capaces de rechazar las exigencias de los consumidores más exigentes, siempre que tenga cabida, de forma que el propio cliente no se sienta engañado o maltratado. Desafortunadamente, una mala gestión de este tipo de situaciones puede desembocar, en la actualidad, en una serie de comentarios negativos en las redes sociales y, por consiguiente, en un problema de reputación para la marca.
¿Entonces quién tiene la razón? Pues para saberlo será necesario mirar con lupa los términos y condiciones asociadas a la transacción comercial realizada para tener claro hasta dónde llega la responsabilidad del vendedor. Y, en caso de sentirse engañado, el cliente siempre puede recurrir a las asociaciones de consumidores y a las instancias legales pertinentes. Para eso están.